viernes, enero 23

Tres metros sobre el cielo.


- No, no lo entiendes, a mí me gusta poner sal... - Dulce cabezota. No, no se entiende. No se puede entender. ¿Cómo puede haber pasado? ¿Cómo es posible que ya no esté? ¿Cómo puede estar con otro? Vuelve a ver el coche que avanza tranquilo. Los imagina juntos, abrazados.
De algo estoy seguro. No podrá quererla como la quería yo, no podrá adorarla en ese modo, no sabrá advertir hasta el menor de sus dulces movimientos, de aquellos gestos imperceptibles de su cara. Es como si solo a él le hubiera sido concedida la facultad de ver, de conocer el verdadero sabor de sus besos, el color real de sus ojos. Ningún hombre podrá ver nunca lo que yo he visto. Y él menos que ningo. Él, real, cruel, inútil, material. Se lo representa así, incapaz de amarla, deseando solo su cuerpo, incapaz de verla verdaderamente, de entenderla, de respetarla. Él no se divertirá con esos tiernos caprichos. Él no amará incluso su mano pequeña, sus uñas comidas, sus pies ligeramente regordetes, aquel diminuto lunar escondido, aunque no tanto, al fin de cuentas.
Puede que lo vea, sí, qué terrible sufrimiento, pero nunca será capaz de amarlo. No de aquel modo.
Tres metros sobre el cielo - Federico Moccia.

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